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EL BAR

Como cada domingo llega LITERAL, esta vez EL BAR.
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Legendario Bar Social Club Campaña Crédito: A quien corresponda
Silvio Maquirriain

Por Silvio Maquirriain

Durante años me atraganté con el último bocado del almuerzo para salir corriendo y no perder un lugar en la mesa de Chinchón del Bar.

Pero el esfuerzo siempre fue en vano, por más temprano que llegáramos, el Negro Bubi siempre se nos adelantaba a todos y ya nos esperaba en la mesa, con el maso en el mano y birome en la oreja.

Así es que la pelea quedaba reducida solo a tres lugares y si ese día, el francés Jean Paul Caromondí, también conocido como Pelado Testaseca, se había levantado temprano, solamente a dos.

Era una misa diaria, un ritual en un lugar sagrado para todos nosotros. Allí confluían tres generaciones de Campañistas, más algún que otro parroquiano sin bandera y algún borrachín que le quedaba cómodo geográficamente para poder llevar de vuelta a casa su borrachera sin demasiado esfuerzo.

Muy poco sofisticado, te diría que casi precario. El lugar tenía paredes cubiertas por machimbre, cielorrazo de tergopol y piso de baldosas blancas y negras. Un ventanal gigante que daba a calle Belgrano y que era zona de confort de Trinqui Dominguez, que como buen chofer que supo ser un sus años mozos, siempre estaba atento y todo lo veía, incluso a Juachi, cuando de incógnito pasaba a cagar a la secretaria del club para no llenar el pozo de su casa.

El ingreso era por una puerta de aluminio vidriada de doble hoja, que desde interior te permitía ver la Plazoleta de los Inmigrantes en su totalidad. Locación que fue sede de la celebre velada pugilística entre Fidepa y Timbre. Fue este último, quien muy arteramente al grito de "viene la cana" y ante el desconcierto de todos, acertó de lleno con su puño en la frágil mandíbula del oriundo del Barrio la Ensalada y lo hizo comer todo el verano con pajita.

Bueno, dejando atrás esta nota de color, y volviendo a la estética del lugar, en una de la paredes, a unos dos metros altura había colgado un tele de veinte pulgadas, que cuando había partidos tenías que adivinar quien jugaba, que obviamente no tenía control remoto y que dio lugar a una pregunta que tranquilamente se podría haber formulado en un país nórdico, asiático o de medio oriente, pero jamás en un boliche argento.

Resulta, que un domingo, con el bar lleno, el Diego se paró frente a la pelota para patear un penal, y Amaranto preguntó, -che, es zurdo Maradona,?

Y encontró como respuesta un "Dios mándame la muerte, no quiero escuchar mas a este boludo!!!", y no era para menos.

La barra era gigante, revestida en acero inoxidable y en ella siempre encontrabas algún curda acodado dispuesto a matar alguna pena o a festejar alguna hazaña, y en el rincón, pagadita a la máquina de café, la ventanita del bachero.

Bien, pero bien al fondo, pegada al baño "La Cueva", donde todavía perduraba el espíritu de Botini, Tilito, los Ricci y otros tantos. Al medio la puerta del patio y al toque asomaba la escalera que te llevaba a la vieja secretaría, también al salón de reuniones, donde Dora González dictaba clases de ingles y al Consultorio de Molaquino, cuya puerta soportó mil meadas de Cabeza de Barco, cuando se le ponía difícil bajar los escalones después del sexto vino.

Entre todos los mozos la mayoría recuerda a Martillo, fana mal de San Lorenzo. El domingo que el Santos de Boedo no tenía una buena tarde, el lunes hacíamos fila para gastarlo. Tillo era un ávido conocedor de la fauna del lugar, y habilidosísimo en el arte de sacudir la bandeja para volcar parte del pedido ordenado y así poder comerlo en el camino de regreso a la barra.

Si bien el Bar ya no tenía la vigencia de los '70 y los '80, para todos nosotros era un lugar maravilloso. La mayoría de nuestras amistades se forjaron ahí adentro, no sólo por afinidad, sino también por cantidad de horas y vivencias compartidas.

No necesitábamos teléfono celular, Facebook, ni grupo de Whatsapp, solamente íbamos y sabíamos que a alguien íbamos a encontrar.

Una clientela con una diversidad cultural, política y económica sin igual, con oficios y profesiones diferentes, que solamente comulgaban el amor por la charla, el vino compartido y la anécdota exagerada.

Por Silvio Maquirriain

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