Hace algunos días atrás Gabriel viajó a visitar a parte de su familia que vive “saltando el charco”, desde casa pude ir siguiendo el vuelo en vivo, y ni bien pisó el aeropuerto lo primero que hizo fue hacer una videollamada para dejar tranquilos a todos de que el vuelo había sido perfecto.
Gabriel en poco más de 12 horas cruzó el Atlántico, en el medio de transporte más seguro del mundo, y no bien llegó ya estábamos viéndonos las caras vía whatsapp.
Todo muy lindo, sin embargo, cuando esta situación la transpolamos a jóvenes que abandonan su tierra definitivamente, la tónica de la cosa cambia, las despedidas son amargas, el viaje se hace eterno, y la llegada no tiene un gramo de entusiasmo, aún en el hiperconectado 2022.
Viajemos 100 años atrás, o más, e imaginemos que habrán sentido nuestros abuelos gringos cuando empujados por el motivo que fuere, subían a buques carentes de las comodidades, y seguridades, más elementales para emprender un viaje que los alejaba radicalmente de lo que hasta ese momento era su vida, emigrar era definitivamente eso, no volver a saber nada de los propios, y que quedaban atrás, por años, quizás por siempre.
En el puerto el hotel de inmigrantes, las asociaciones de las colectividades, y los otros emigrados eran una contención necesaria, en los pueblos de la pampa gringa, cuando existían, también. Pero, para aquellos que fueron pioneros en una nueva zona, realmente fue duro.
Esa fue la realidad de quienes llegaron a estos parajes, soledad y desarraigo, tierras que prometían mucho, pero que en ese momento eran praderas salvajes, pobladas por animales y alimañas, no siempre amistosos.
Alambrados, un rancho, los primeros surcos, sudor, mucho sudor y fuerza, terminaron llevando el nuevo hogar a ser quinta potencia mundial, el granero del mundo, la reserva de alimentos de la humanidad. Con esas circunstancias a eso llegaron, de tanto fueron capaces nuestros abuelos.
Hoy es el día de ellos, es justo y bueno recordarlos, con sus esfuerzos, amarguras y esperanzas construyeron el rincón más hermoso del planeta.
Aunque, a fuerza de ser sinceros, también sería un acto de justicia, de mucha justicia, hacer un gran esfuerzo para recordar en que punto de nuestra historia, ya consagrada de nación, nos olvidamos de todos los sinsabores y esfuerzos que llevó parir esta patria que les dio cobijo a nuestros abuelos, pero que no es capaz de prometer nada a nuestros hijos.